Segundo acto

La selección argentina enfrentó a Croacia en la ciudad de Niznhy Novgorod por su segundo partido de la fase de grupos del mundial. Tras empatar con Islandia no debía perder contra el puntero del grupo.

Durante el miércoles y la mañana del jueves miles de argentinos se movilizaron desde la capital rusa, algunos en los trenes que ofrece gratuitamente la FIFA, otros en trenes comunes, y el resto durante el mismo día en colectivo, en un viaje de unas siete horas al calor del sol.

La ciudad a simple vista no ofrecía un paisaje muy agradable ni calles muy enteras, pero lo importante sucedía a orillas del río en el estadio de la ciudad, de unas 55.000 personas, con una forma similar al Cilindro de Avellaneda. Pintado de celeste y blanco y sumado al cotillón de los hinchas, todo indicaba que Argentina iba a ser más local que nunca. Así fue, tres horas antes del comienzo del encuentro, cuando se abrieron las puertas, el público argentino ya comenzó a ingresar y tomar su asiento, para ganarle un poco a la ansiedad que se manejaba desde hacía unos días. Esa misma ansiedad y el miedo generalizado a enfrentar al mejor equipo del grupo casi sin margen de error se vió reflejado en las caras y las actitudes a las afueras del predio. Para nada se sentía un clima mundialista y mucho menos de un partido tan importante.



Los croatas, en menor cantidad, terminaron de llenar las tribunas para darle comienzo a los himnos. Al momento de terminar de corear el nuestro y de saludar a Diego, otra vez en el palco, la euforia que nos caracteriza resurgió y la esperanza se mantenía intacta.
Nunca lo que sucedía en el campo de juego le transmitió tranquilidad al hincha, y en la tribuna se sentía. Insultos, pocos cantos, dudas, charlas con el de al lado o gritos al aire era la única forma que encontrábamos para expresarnos. Pero dentro de todo el primer tiempo fue bueno y el público pudo ir al baño o a comprar otra cerveza, un poco más tranquilo. Tranquilidad que se desvaneció en el primer gol croata, luego del error de Caballero. El sol ya se había ocultado, y todo se volvió más oscuro, parecía una película. Los argentinos se miraron entre sí, hasta con los croatas, como si no entendieran lo que pasaba, mirando la pantalla para ver si en la repetición la jugada terminaba de otra manera. De esa misma manera siguieron sentados esperando una respuesta, la cual tampoco encontraron, ni en el mejor jugador que tenemos, que es el mismo que tiene el mundo entero. Llegó el segundo golpe, y entre desconciertos del entrenador y los jugadores, también el tercero.




Las escaleras se hicieron cada vez más altas y la salida parecía estar escondida. Las miradas perdidas, las cabezas agachadas como si cada uno estuviese solo en ese lugar. Parado, sentado o caminando. Sin mirar ni escuchar, tapando la camiseta con algún abrigo. Ya sin saber si la ilusión de creer era una alternativa.

La vuelta no sé si fueron siete horas o pasó un día. Moscú no volvió a ser la misma, es difícil pensar en volver a este lugar. Pero, ¿Quién no está invitado a soñar cuando hay una mínima esperanza?. El tercer acto es en San Petersburgo, la capital del Imperio Ruso, donde Messi se tendrá que transformar en Zar, el otro título que le falta.

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